Formas.
Ahora que todo me lleva al recuerdo, que la
agonía de lo inminente me obliga a dar la cara al presente, debo confesar que
al inicio no sentía nada por ti, eras solo el capricho de un niño deslumbrado
por una belleza ajena, distinta.
Indiferente como eras, casi sin tu saberlo,
te fuiste acercando a mí por el lado del cuerpo, que es otra forma de llegar al
corazón de un hombre. Un camino corto y sin muchas tribulaciones, pero un
camino al fin. Tú seguramente lo supiste desde el principio, eras para mí una
especie de aventura irracional, desaforada.
Fuimos como un disparo al aire que el
destino lanzó una noche loca. Me sentía atraído por ti, alucinado. Una mujer
sabe esas cosas por instinto o por una sabiduría adquirida o heredada de su
género. Quizá las mujeres, como un don de los dioses, tienen un radar especial
para detectar un corazón necesitado de cariño, y sin que puedan evitarlo se
sienten atraídas hacia el desvalido para prodigarle un poco de aquello que
adolece.
Lo irónico es que mientras tú hacías eso
conmigo, pensaba que era yo quien te rescataba. Te miré tan vulnerable en tu
disfraz de niña inexperta, sin más armas ante los lobos que acechaban que tu
mirada seria y tímida, que creí mi deber rescatarte. Como iba yo a saber que la
vida a eso le llaman destino.
Te empecé a buscar y hablar de todo y nada,
porque eso hacemos los hombres cuando no tenemos nada que perder. Al principio
fueron cosas triviales y poco a poco fui desnudando tu soledad, tus gustos.
Descubrí no
sé por qué, si experiencia no te sobraba, que desconfiabas de los hombres, pero
creías con fe ciega en el amor. Que creías en Dios, pero tu fe era débil y eso
te complicaba las cosas; encontré en el brillo de tus ojos que sonreías mucho,
solo que lo hacías para adentro.
La primera vez que hablamos te habría
olvidado si me hubieras alejado por completo. Te pregunté si podría volver a
verte, si podría alguna vez escribirte o llamarte; lo hice porque así funciona
la cosa, tu apuntaste mi teléfono como quien anota con desinterés la dirección
de un lugar dónde podría pasar una tarde de domingo.
Nunca supe cuando te volviste una necesidad
constante en mi vida, no recuerdo por qué llegó el primer beso ni todos los
demás. Recuerdo si, que me invité a tu casa con alguno de esos pretextos que
nos inventamos los hombres que elegimos nuestra suerte a voluntad, haciendo
cara de sorpresa, y lo aceptaste con un sí serio, y una sonrisa inocente.
En algún momento debo haber percibido el
olor de tu piel o de tu cabello, pero no olvido que fue el calor de tu cuerpo
quien vino a despertar al monstruo que duerme en las venas de todos los
hombres. Cualquiera que haya sido el móvil, fue suficiente para atraerme a tu
regazo.
Al principio eras un refugio al que recurría cada que podía. Después nada fue suficiente. Quise verte en los demás días, en otros lugares y con otra escenografía, en otros roles. Buscaba inconscientemente señales para saber si encajabas en mi vida.
Quizá tú te sentías querida, enamorada y
esperanzada. Quizá eso que yo te daba era lo que tú buscabas, o lo que creías
necesitabas. Me gustaron mucho tus besos, por eso volvía a tu boca cada vez con
más asiduidad. Me gustaba sentir tu cuerpo, porque dentro de él yo era el rey
de tu universo. A los hombres nos nace el amor a través de la piel, después de
hacer el amor comenzamos a querer cada vez más y más a una mujer.
Tal vez, al verme feliz e ilusionado te
sentías también plena y satisfecha en tu papel de mujer amante. Qué sé yo si
éramos el borrador del destino que nos esperaba al lado de alguien más, o
realmente éramos la versión final de una pareja destinada a permanecer unida.
Solo sé que fui el primero en decir “Te quiero” y así fue como me hice
responsable del “nosotros” que se hizo real con la llegada de nuestro hijo.
Fui yo quien te regresó la confianza en los
hombres y soy también el verdugo que te la acribilló en forma definitiva. ¿Cómo
iba yo a saber que tus alas no eran lo suficientemente fuertes para volar sin
mí? O quizá si lo sabía, pero ya vencido, temía que las mías se debilitaran
tanto que ya no pudiera alejarme de las tuyas.
Un hombre puede engañarse casi toda la vida
acerca de lo que siente por una mujer, pero no puede engañarse acerca de la
felicidad o infelicidad que habita en su propio pecho y que se va apropiando,
lentamente como el óxido, de todo lo que hace y lo que emprende. Muchas veces
sentí que desconfiabas de otras mujeres que podrían arrebatarme de tu lado, no
alcanzaste a imaginar que esa mujer podría ser la que estaba del otro lado de
tu espejo.
Es sublime
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