La horrible noche.
Con mi señora y mi hijo estamos en
casa de mis suegros. Mi hija se había quedado en el apartamento adelantando las
tareas del colegio. De repente la luz se va y una fuerte explosión se siente en
el vacío de la noche; al instante y como en los peores tiempos de violencia de
mi pueblo, una serie de ráfagas de fusil comienzan a estremecer la noche.
Cojo el celular para llamar a mi
hija y preguntar como está, ya que el apartamento queda cerca a la estación de
policía, ella me contesta angustiada que está sola y siente mucho miedo. Con la
linterna del celular en mano, bajo por la calle del parque los fundadores. El
ruido de las motos que pasan furibundas me altera un poco más.
Avanzo dos o tres pasos y empiezan a
salir desde el sector del estadio, proyectiles de fusil que ascienden furiosos,
incandescentes por las montañas del pueblo, rojos como el demonio enfurecido de
la guerra que nuevamente llega.
Soy la única persona que baja en ese
escenario infernal hacia la estación. Nada importa, solo mi hija. En la esquina del bar de Natico me persigno y
cojo hacia la calle de la policía, allí me espera me hija.
Abro la puerta, Aleja está en una
esquina de la sala, acurrucada, temblando. Con las fuerzas que no tengo le digo
que todo va a estar bien, nos abrazamos, encendemos una vela y nos encerramos
en el cuarto a esperar, lo que haya que esperar, lo que tenga que pasar.
Relato triste de una situación que casi que es cotidiana en nuestro país y que no debería ser. El instinto de protección de los padres hacia sus hijos y seres amados es maravilloso...
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