Historia de un adios.



   

    Son las seis de la mañana, el sol asciende lento, rojo como una yema de huevo sobre el horizonte. El restaurante está ubicado en el décimo piso del hotel y ofrece un vista excepcional de la bahía. Desde una de sus mesas, finamente decoradas, observas la cúpula de la catedral, posee esa afable elegancia de quien envejece con gracia. Al fondo, el mar, imponente, sereno, y sobre él, una pequeña isla. Si la buscas en Google, la encuentras como Isla Pelícano, tiene esa rara atracción de lo prohibido. 

    Un hombre ha subido a la cúpula del templo. Lleva un sombrero de paja de ala ancha que lo protege del sol, una camisa blanca de manga larga y unos viejos pantalones de trabajo. Ensimismado, raspa las costras que deja la sal cristalizada por la humedad en la iglesia.

    —Limpiar iglesias frente al mar... debe ser un buen trabajo —te dices, contemplando la calma con que realiza la tarea. El sol ya flota sobre el mar y, a lo lejos, un barco aparece inmóvil, como un cuadro de playa de los que se venden en el centro de la ciudad.

    —Es hora de pasar, todos al salón —interrumpe una voz ronca y gruesa.

    —¡Qué mierda, un taller frente al mar! —protestas, y una idea irrumpe en tu mente, suave como un susurro: “Me gustaría ser ese hombre.”

    Te levantas de la mesa, revisas tu traje, los zapatos, los cristales de tus gafas desempañados. Todo en orden. El aire acondicionado del salón te irrita la garganta y te hace estornudar. Delegaciones de todo el país han llegado. Siempre has odiado ese primer momento: tu timidez al presentarte, la mueca torpe con que sonríes a todos, lo poco que se te da iniciar una charla. Inhalas profundamente y tus manos sudan. “Me gustaría ser el tipo de la cúpula”, confirmas para tus adentros, pero te llamas Carlos, diriges la zona oriente de la empresa, tienes un grupo de trabajo a tu cargo y debes rendir un informe ejecutivo impecable.

    Tomas asiento en la mesa directiva. Revisas el celular solo para comprobar que nadie te ha llamado. “Todo en orden”, te dices con una mueca triste.

    La presentación es un éxito. “¡Eres el puto amo!”, celebra tu jefe. “Nos vemos en la piscina esta noche.” Todos aprueban. Tú preferirías caminar al atardecer, tomar un par de fotos del ocaso, una cerveza fría, zambullirte en el mar y regresar al hotel entrada la noche. 

    El sol se hunde en el horizonte, tiñendo el cielo de un naranja profundo, casi sangriento, que se desvanece en el azul oscuro del mar. Caminas por la playa, descalzo, con los zapatos en una mano y una cerveza fría en la otra. La arena, aún tibia, se cuela entre tus dedos. El murmullo de las olas es constante, hipnótico, como si el mar susurrara secretos que no logras descifrar. A lo lejos, la isla se recorta como una sombra contra el crepúsculo. Te detienes. El agua lame suavemente la orilla. Por un instante, imaginas que podrías caminar hacia ella, seguir andando hasta que la playa desaparezca bajo tus pies y el mar te trague entero.

    Sacudes la cabeza, como si pudieras espantar la idea. “Ridículo”, murmuras, y das un sorbo largo a la cerveza. Pero la idea persiste, flotando como el barco que viste esta mañana desde el balcón, inmóvil y fuera de lugar.

    Regresas al hotel con el traje arrugado y el cabello revuelto por la brisa salada. En la piscina, las luces artificiales reflejan risas estridentes y vasos de whisky que chocan en brindis. Tu jefe, con la camisa desabotonada y una sonrisa de tiburón, te palmea el hombro con fuerza.

    —¡Carlos, el puto amo! —grita, y todos ríen, aunque no sabes si es contigo o de ti. Respondes con esa mueca tuya, la que usas cuando no sabes qué decir. El aire huele a cloro y perfume caro, y el ruido de la fiesta te golpea como una ola. Te sientas en una silla de plástico junto a la piscina, fingiendo interés en las conversaciones, pero tu mente está en otra parte, en otro tiempo. 

    La noche avanza y el alcohol afloja tu mente. Tus colegas hablan de números, de estrategias para el próximo trimestre. Asientes, pero no escuchas. Tus ojos se pierden en el reflejo de la luna sobre el agua de la piscina. “Me gustaría ser ese hombre”, piensas, y ahora la idea no es un susurro, sino un rugido. Te imaginas quitándote el traje, dejando el celular, el informe, todo, y caminando hacia la playa. Sin mirar atrás. Solo tú y el mar, hasta que no quede nada más.

    —¿Carlos? ¿Estás con nosotros? —La voz de tu jefe te arranca del trance. Parpadeas, ajustas las gafas y esbozas otra sonrisa.

    —Claro, jefe —dices, pero tu voz suena hueca, como si viniera de alguien mas.

    La fiesta termina tarde. Todos se retiran a sus habitaciones, pero tú no puedes dormir. El silencio del hotel es opresivo y sientes que te falta el aire. Te levantas, te pones la camiseta vieja que siempre llevas para dormir y los pants que usas para correr los domingos. Bajas al lobby, pasas de largo la recepción y sales a la playa. La luna está alta, plateando el agua, y el mar parece más grande ahora, más vivo. Te quitas las sandalias y caminas hasta la orilla. El agua está fría, pero no te importa. Das un paso, luego otro, y el mar te abraza los tobillos, las rodillas.

    Miras hacia la isla, apenas una mancha en la distancia. “Prohibida”, te recuerdas, pero esa palabra solo la hace más atractiva. Piensas en el hombre de la cúpula, en su calma al retirar la sal cristalizada, como si el tiempo no existiera. Piensas en tu traje colgado en el armario, en la historia que te ha llevado hasta ese preciso instante. Y, de pronto, todo parece tan simple, tan pequeño, tan claro.

    El agua te llega a la cintura. No hay nadie en la playa, solo tú y el mar. Una ola te empuja suavemente, como una invitación. Cierras los ojos, respiras hondo y el olor a sal te llena los pulmones. “Quiero ser ese hombre”, susurras, pero ya no estás pensando en el de la cúpula. Piensas en alguien que no teme perderse, alguien que puede soltarlo todo.

    Das otro paso. El agua te cubre el pecho. Y, por primera vez en años, no sientes el peso de la existencia. A lo lejos, la isla, sin ella no habrías emprendido el camino.


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