La poca felicidad.

La poca felicidad



Nuestro gran tormento en la existencia proviene
de que estamos eternamente solos,
y todos nuestros esfuerzos, todos nuestros actos
 no tienden más que a huir de esa soledad.
Guy de Maupassant


Que un hombre busque su felicidad más que cualquier otra cosa en el mundo significa, en primera instancia, que no es feliz. Descubrirlo no resulta tan fácil como parece; es un privilegio reservado a almas no banales. Y el camino a esa felicidad puede ser violento como un huracán que levanta hasta el cielo un pueblo en su torbellino; como un tsunami que a su paso devasta todo sin misericordia.
Me llamo Ariel. Debo admitir que no soy feliz y que nada me aterra tanto como la soledad. La poca felicidad que he sentido en vida evoca mi infancia con mi madre, cuando mi inocencia me hacía creer que todo estaba bien. De esos años no hay mucho que decir, salvo que aún me desagrada la lluvia; me recuerda esos eternos días sin agua,  acarreando baldes desde la quebrada hasta mi casa. Un refugio improvisado del que nos echaron al cabo de diez años sin derecho a reclamo.   
Ahora un nuevo desalojo se aproxima. El calendario y yo al fin nos hemos reconciliado. Impávido, me señala desde la pared el mes que falta, y los días se me hacen eternos. Hago cuenta de la vida que he perdido en estas cuatro paredes… nueve años, y  este último mes parece convertirse en treinta más. Uno por día.
Desde aquí planeo cada cosa hasta el más mínimo detalle —la  felicidad no es cosa que deje al azar—. El arma bajo el puente, el parque, el encuentro, la respuesta. Tengo todo lo que afuera hace falta: tiempo. Como van las cosas, treinta años en el último mes.
La ansiedad de un hombre en la cárcel puede tener tantas caras como nombres. La mía se llama Isabel. Por ella padezco esta espera. Ya quiero verla, resolver mis dudas. No todo está dicho, falta lo más importante. Por ahora, el sí del último encuentro me tiene vivo.
—¿Estás segura?
—Sí.
—¿Me lo juras?
—Ya te dije que sí —y a su respuesta le siguió una brusca inclinación de la cabeza desparramando por el aire su cabello ensortijado.
            ¿Me coqueteaba? Perversa, bien sabía que no podía hacerle nada; los guardias miraban.
***
Los treinta años de Noviembre terminan hoy. El guardia se acerca para anunciar mi salida.  Camina sin afán.  Mi cuerpo se estremece.
—¡Ariel, eres libre!
—Libre… la libertad puede durar tan poco… libre hasta volverla a ver. Todo en la vida es efímero.
Las diligencias se hacen siguiendo el rigor exigido y estoy fuera. El aire de la libertad ya no sabe a moho.
Un cigarrillo en la tienda y un arma debajo del puente que me lleva al parque. Hay  contactos que no fallan y cosas que no se olvidan, como la mañana en que un camión arrolló a los gemelos. Así fue como huí entre la multitud. Era semana santa y el diablo andaba suelto.
Tres y treinta. Su turno termina a las cinco. Me quedan dos o tres horas. Qué más da, esperar se me ha vuelto costumbre. Las nubes grises presagian lluvia. Froto instintivamente mis manos para abrigarme un poco, y una ligera llovizna comienza a caer. Mi chaqueta de jeans no ayuda mucho. Las ramas desnudas de los árboles, las bancas de hierro oxidado y un fuerte olor a porquerías de perro hacen que el lugar resulte inapropiado para un encuentro de estos.
Mi mente vuela. ¿Se pondrá el descaderado blanco que tanto le luce? ¿Se haría aclarar el pelo como  dijo la última vez…?  ¿Vendrá? ¿Y si se arrepintió…? ¡Ramera!
Nuevamente el reloj: cuatro y diez. Afuera y adentro el tiempo sigue las mismas estrictas reglas, solo alteradas por nuestra mente.
Para Isabel, la palabra que define nuestra relación es casualidad. El diccionario dice que casualidad es “una circunstancia inesperada, algo que no se puede prever ni evitar”. Yo le llamaría destino; no de otro modo la habría conocido.
***
No esperaba visita conyugal los domingos —fue el mayor castigo por lo que hice en Semana Santa—. Ese día era una tortura para mí. En cambio, para Martín ese día era sublime. Martín era mi nuevo compañero de celda. Un tipo al que se le notaba por encima su inocencia. Bastaba con verle su cara de ángel, sus ademanes. Sólo le faltaba la aureola. Inclinaba la cabeza para saludar, estiraba la mano y recogía su cuerpo como si buscara parecer más humilde de lo que era. Aunque pensándolo bien, ésas son las maneras de los estafadores.
Pero una extraña transformación sufría el hombre días antes de la visita. Paseaba de un lado a otro, desesperado. De cuando en cuando alzaba su cabeza para mirar entre un orillo del muro las filas de la entrada al penal. Rascaba su cabeza y nuevamente se paseaba. Esperaba a Isabel como un perro en celo. Sólo hasta la vez que nos presentó comprendí por qué la espera le resultaba tan insoportable. Era hermosa. De cabello ensortijado, profundos ojos azules, caderas firmes y voluptuosas. Su cantado acento paisa era un castigo peor que la cárcel para cualquier hombre.
El diablo anda por la cárcel como Pedro por su casa. ¡Martín debía haberlo sabido! El día en que tuvo la torpeza de presentarme a Isabel y le estreché la mano, su magia se apoderó de mí. Me abandoné como un niño indefenso ante la corriente de encantos que discurría ante mis ojos, incapaz de luchar contra ellos. Desde ese instante comencé a amarla, con la furia de un volcán, de la manera en que amamos los desdichados. Ya sin ninguna elección, dispuesto a dejarme llevar hasta donde la furia de ese amor me lleve. 
***
Son los cornudos la especie que más abunda en las cárceles. Sus historias se cuentan a diario igual que sus venganzas. Martín resultó ser muy vulnerable a ellas. Lo descubrí por casualidad, cuando ojeando una revista le dije inocentemente que la modelo que aparecía en una foto tenía los ojos tan seductores como los de su mujer. Se puso furioso y dejó de hablarme un par de días. Imaginarse en una de esas historias de infidelidades contadas por los reclusos le causaba un pavor inenarrable. La idolatraba, y estaba tan mal aconsejado como se puede estar allí dentro. Los celos se convirtieron para él en un infierno peor que la cárcel. Y su carácter francamente no le ayudaba, era como una veleta movida a voluntad del viento, y yo era un huracán.
 Se transformó irremediablemente. No comía; evitaba conversar con cualquier recluso sólo para evadir comentarios sobre sus supuestos cachos. Todos inventados, lo sé, pero necesarios.
El desgraciado, que no sabía cómo lanzar un puño, se volvió agresivo. Me divertía verlo cazar peleas. Las perdía todas. Fue cuestión de días para que pasaran de la visita a la pelea conyugal. Las explicaciones de Isabel no lograban convencerlo, y si lo hacían, yo tenía todo el tiempo del mundo para desbaratarlas. Ya saben lo que dicen: “En la guerra y en el amor todo vale”. Un domingo, cansada de tanta discusión, Isabel decidió no visitarlo. Así todo se me hizo más fácil.
Dos años… cómo pasa el tiempo. ¡Mentira! El tiempo no pasa. Son las cuatro y veinte.
***
Señora Isabel:
Se extrañará usted de recibir una carta enviada desde la cárcel por un remitente diferente a su marido. Se preguntará con verdadero temor qué preso conoce su dirección y por qué se atreve a escribirle.
Para evitarle preocupaciones innecesarias comienzo por informarle que le escribo por petición expresa de su marido.
Aunque ya tuve el gusto de conocerla supongo que no me recuerda. Me llamo Ariel y soy compañero de celda de Martín, con quien nos hemos vuelto, dadas las circunstancias, muy buenos amigos. Y como su amigo, soy testigo del calvario que se ha vuelto para él esta situación. Su decisión de no venir a verlo ha sido muy dolorosa para Martín. Por esa razón me pide que le suplique, por amor a Dios, perdone sus celos, que comprenda las circunstancias que a él lo rodean y que hacen tan difícil su vida. En medio de tanta adversidad la sigue amando tanto o más que antes y espera que su amor por él aún se mantenga.
Disculpe usted que yo no sea un hombre instruido, y que mi carta resulte torpe y poco clara, qué más habría querido yo, como un poeta, lograr con estas líneas recomponer su amor y ser cómplice de su felicidad. Sin embargo, sepa, señora, que estoy muy dispuesto a ayudarles en esta situación. Cuente conmigo en todo lo que esté a mi alcance, desde la celda no es mucho lo que puedo hacer, pero lo que pueda, lo haré de corazón.
Le ruego, señora, sin querer parecer abusivo y con toda humildad, se compadezca de este celestino que sin quererlo ha encontrado una causa noble para purgar su pena en este infierno de soledades y me permita seguirle escribiendo, pues no tengo a quién. No pido que usted me responda (no soy iluso), sino que le dé la oportunidad a mi alma de  liberarse  un poco de tanta soledad y sufrimiento.
Respetuosamente: Ariel.
***
Supongo que fue esa noche, mientras Isabel leía la carta, cuando Martín se suicidó. Conseguir una soga no es difícil en este penal, yo mismo le habría ayudado. Fue lo mejor que pudo hacer; sufría demasiado. El tiempo pasaba también para mí,  había que ayudarle a acabar con tanto tormento, darle una salida, despejar mi camino. Creo que también me habría derrumbado al saber que Isabel moriría si volvía a aparecer por la cárcel, que ya me había despedido sin saberlo y que no había sido en buenos términos. Que sus ojos, su piel y su voz me serían negados para siempre.  Hay cosas muy superiores a mis fuerzas.
A estas alturas, para él como para mí, la vida sin Isabel ya no tenía sentido. Y él era solo una veleta, movida por la furia intensa de mis pasiones. Creo que así es el amor.
***
Imagino que lloró mucho con la noticia de su muerte. Se debió sentir culpable. Pero entre el martirio en que se había convertido su vida había aparecido, sin quererlo, un halo de luz esperanzadora, una voz de aliento que también sufría y que por eso parecía más sincera. Era la mía. Creo que fue por eso que un día me escribió. No imaginan la felicidad que me dio. Después de cinco cartas había comenzado a perder las esperanzas. En ella decía que quería visitarme, que había muchas cosas de la muerte de Martín que no entendía. Ya había imaginado todas sus preguntas y tenía preparada cada respuesta.
 El día de la visita estaba tan ansioso como lo estoy ahora. Un primer encuentro muy sincero, según ella. No intuía que ese mismo instante lo hubiera querido terminar en visita conyugal.
Pero nos entendimos muy bien. Dijo que el tiempo se pasó volando y fue la primera vez en muchos años que sentí que eso era verdad. Era mágica. Frente a ella olvidaba, aunque fuera por un momento, mi eterna soledad, y hacía que el tiempo volara.
Seis meses después, en la tercera visita y no sé cuántas cartas más, al fin toqué su piel. Volví a nacer. Sepultamos definitivamente a Martín.
***
Isabel no pierde la magia, pensar en ella hace que el tiempo vuele. Las seis de la tarde se asoman con su silueta.
¡Cómo le luce el descaderado blanco y el cabello iluminado!
Mi cuerpo se vuelve insoportablemente pesado. Tiemblo. Con ella se me abren los caminos al cielo y al infierno. Me mira y se sonríe. Es realmente bella, y yo sinceramente feliz.
Como si en la cárcel todo fuera fantasía, la calle ofrece nuevos colores, nuevos matices, y en ellos está Isabel, brillando.
Limpia las lágrimas que asoman por sus mejillas mientras abre sus brazos para darme la bienvenida. Yo me aseguro de que el revólver esté bien escondido entre el jeans y mis nalgas… todo en orden. Nos abrazamos, las palabras sobran y el tiempo parece detenerse. Una mirada y un nuevo abrazo. Sentirla a mi lado me produce un dolor agudo, como si alguien me arrancara las entrañas con un cuchillo afilado.
Ahora lo sustancial, lo que hará que todo haya valido la pena:     
—Vivamos juntos, Isabel…

Era Semana Santa cuando mi ex novia se negó. No te niegues tú, mira que podemos ser felices.

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