La apuesta
La apuesta
Mi hermano mayor tuvo
siempre la mala costumbre de sabotear las carreras de llantas que hacíamos con
mis amigos. El juego consistía en
conducir con una varilla una llanta vieja de moto o carreta.
Las destapadas y empolvadas
calles del pueblo eran nuestra pista. Improvisábamos pequeñas rampas con arena
que sacábamos de las casas en construcción, y como entonces los carros del
pueblo se contaban literalmente con los dedos de la mano, teníamos casi siempre
todas las calles a nuestra disposición. Cuando por desgracia una de nuestras
llantas chocaba contra alguna piedra y rebotaba hacia cualquier negocio de la
calle central, toda la manada echaba a correr por los potreros.
Así vivíamos la vida:
sudor, polvo, ropas sucias y desgastadas. Aventureros de rostros tostados por
el sol. Energía inagotable en frágiles cuerpos. Almas que no cabían en
recipientes tan pequeños.
Como había dicho: mi
hermano Tano siempre nos saboteaba las carreras. Atravesaba su varilla, su
pierna, lo que tuviera a su alcance con tal de atajarnos. Era robusto como los balsos que crecían a la
orilla del río, de allí su osadía. El escándalo que armábamos cuando eso
sucedía era de tal tamaño que el alcalde, cansado de tanta jarana que hacíamos
y de sucesos aún más graves como el extraño olor que salía de los rincones
donde mi hermano y su gallada se reunían en las noches, o el aumento de
embarazos en las colegialas, hubo de inventarse una siniestra figura llamada “corrector de menores” encargada de
“reprender a los muchachos que atentan
contra las buenas costumbres”. Una efigie de autoridad impuesta por decreto,
con los mismos derechos que nuestros legítimos padres, con la premisa de que
Inti, había sido por años un remanso de paz y buenas costumbres que había
que cuidar a como diera lugar.
Una tarde, después de una
nueva trifulca con mi hermano por las carreras esas, se me ocurriría la más
desgraciada de las ideas: apostarle a Tano que no podría detener la llanta
vieja del Renault 4 de mi padre. Mi hermano era un temerario. Accedió sin
reparos.
El plan era sencillo pero
efectivo. Se la tiraría desde El
Monumento, el mirador del pueblo, y Tano la pararía justo al pie de
la loma, frente a la casa de don Artemio, el conductor de la única buseta.
A eso de las cinco de la
tarde comenzó la apuesta. Mi hermano y toda su gallada esperaban expectantes
abajo a que Curillo —mi mejor amigo— y yo subiéramos las interminables gradas del monumento con
la del Renault 4. En quince minutos llegamos a la cima con nuestra
llanta, listos para la acción. Las arengas que desde abajo nos hacían eran
como ponzoñas cargadas de adrenalina. Aún hoy recuerdo esa vocal que incita a
todas las pendejadas que uno hace de niño: ¡Heeeee, heeeee! Dicho esto ya no hay
vuelta de hoja.
Y el Curillo y yo allá arriba:
—¿Será de tirarla?
—Claro, si no mi hermano nos la sigue
montando, siempre.
—Tomá, tirala.
—Damelita tirando, no seas malito.
—¿Y si la agarran y se suben a darnos pata y caibos?
—Salimos corriendo por el Siloé.
—¡Listo! Uuuno, doooss, yyy treees
Y la bendita rueda cogió
una fuerza endemoniada. Rodó tres gradas, saltó a la octava, rebotó
como en la veinte y ya no la volvimos a ver. Al instante, escuchamos desde
abajo un fuerte golpe seco que nos heló por completo, presagio de que nada
bueno había ocurrido. El pánico se apoderó de nosotros allá arriba. Bajé un par
de gradas para ver lo que habíamos hecho. Vi a mi hermano correr como un
desgraciado sin dirección alguna hasta que, como en una escena de película
de terror, miré al corrector de menores
agarrarlo de los pelos e infligirle cualquier cantidad de azotes, haciendo
tremendo escándalo. Entonces yo… a correr.
No alcancé a dar ni tres
pasos cuando apareció de entre las gradas, como un fantasma, don Artemio. Tenía
los ojos rojos, desorbitados, y con su inconfundible voz de trueno gritaba:
—¡Esos fueron, ahí están! ¡Carajo, me dañaron
la buseta!
Mi corazón se quería salir
y mis piernas, como raíces de un árbol, se quedaron pegadas al suelo. Luego el
instinto recuperó su lugar en la situación, y eché a correr por donde habíamos
dicho. En un escondrijo de la loma, oculto entre unos arbustos, abrumado por lo
sucedido, decidí esperar hasta que el sol se ocultara y así poder salir.
El ocaso había pintado el
firmamento de rojo y las siluetas de las lomas que tanto disfrutaba comenzaban
a producirme un terror inexplicable. Sudaba frío.
No sé si pasé un siglo o
dos escondido, repasando las frases de arrepentimiento y compromiso de portarme
bien. Suponía que mi hermano ya habría pedido perdón y yo iba dispuesto a hacer
lo mismo. Nunca antes las calles me habían parecido tan oscuras, la casa tan
chica, mi madre tan vieja.
Pero nada resulta como uno espera cuando se es
niño.
—¿Has visto a tu hermano? —preguntó
angustiada mi madre al verme.
Hace cuarenta años no lo veo. Desapareció esa misma noche, cuando
encontraron tirado a la orilla del río el cadáver de don Calixto, el primer y
único corrector de menores.
Regrese a mis tiempos de niño, cuando solo importaba jugar con lo que se tuviera a la mano y sobre todo compartir con nuestros grandes amigos, esos amigos con los que después de tantos años se recuerda con alegría y nostalgia aquellos momentos y juegos que nos llenaron de vida.
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