Historia en una rueda de Chicago.
Era el ser más hermoso que jamás había visto. Tenía cabello rubio, rizado
y abundante. Sus ojos de un azul profundo brillaban como una llamarada viva y
sonreían más que sus rojísimos labios. Cuando lucía sus Ray Ban no
perdía el encanto, se tornaba misteriosa e indescifrable. Sus vaqueros
ajustados delineaban unas nalgas rotundas y unas piernas esbeltas, elegantes y
torneadas. Más que explicarlo con palabras me serviría una foto, así ustedes
dirían: “¡Vaya!, sí que era hermosa”.
Todos los hombres de Inti se esmeraban en cumplidos y piropos que ella
aceptaba con amabilidad. Yo era un crio de trece años sin posibilidad alguna de
competir por sus encantos. Fue mi primer amor platónico.
A los quince días de haber llegado, la profe tenía novio y los
comentarios sobre su vida privada estaban en boca de todo el mundo. Yo no la
juzgaba. Que ella decidiera compartirse con uno del pueblo era para mí una
esperanza. —Si se quedara en Inti un par de años, tal vez tendría
alguna posibilidad—, pensaba. Para mí era como una gata. Una gata que ajena
a mis sentimientos jugaba a su antojo, me domaba, me reducía, me convertía en
un ratón indefenso con el que pudo haber hecho todo lo que quiso.
En Inti, el hombre que tuvo esa suerte fue Miguel, el hijo del alcalde,
quien gastó toda la fortuna de su padre buscándola en San Francisco, la ciudad
de donde decía venir. Regresó arruinado, como si un huracán lo hubiera
arrasado. Murió alcoholizado en el mismo bar donde una vez la conoció. A mi
madre, el final de esa historia la deprimió muchísimo, decía que los gringos solo
saben traer desgracias, y contaba su propia historia adolescente.
Ella trabajaba como mucama en el Hotel donde la profe se hospedó.
Vivíamos en una de sus habitaciones. A mi padre nunca lo conocí, y en la
escuela me decían que era un bastardo. Cuando eso sucedía llegaba llorando a
casa.
―¿Por
qué mi padre no vive con nosotros?
―Porque
trabaja lejos, en otra ciudad.
―¿Y
por qué nunca nos visita?
―Porque
vive muy ocupado y no le alcanza la plata.
―¿Y
si trabaja, cómo es que no le alcanza la plata?
―Porque
para verte tendría que viajar en avión y atravesar el mar.
Esa respuesta cerraba la conversación; me dejaba sin preguntas. Imaginar
a mi padre lejos, en otro mundo, donde sus habitantes son rubios y hablan otro
idioma, me hinchaba el pecho de emoción. No importaba que nunca se
acordara de mí, ni siquiera en navidad. Creía que alguna vez vendría, en mi
cumpleaños quizás, me llevaría a su país y nunca más volvería a Inti.
Mamá lo había conocido en el paseo de grado del colegio a la costa. Un
amor de verano; intenso y fugaz como un fin de semana fuera de casa a los
diecisiete años. Luego no supo nada de él, nunca contestó sus correos ni
devolvió una sola de sus llamadas. Su único recuerdo era una foto con él en la
playa. Cuando contaba la historia ―y lo hacía cada que tenía oportunidad―,
su rostro tomaba un aspecto frío y demacrado, como si acabara de salir
arrastrándose del fondo de un agujero oscuro.
**
Las luces potentísimas de los reflectores le daban a la ciudad de hierro
un aire moderno y festivo. A mi madre y a mí nos hechizaba ver la rueda de
Chicago desde la azotea del hotel. Por los altoparlantes sonaba potente UB 40.
Nosotros tarareábamos la canción, era Kingston Town. La melodía nos
ponía los pelos de punta. A ella le recordaba a mi padre, yo solo pensaba en mi
profe.
Era jueves, víspera de la inauguración del festival, Inti estaba repleto
de turistas que caminaban sin afanes por la calle central, iluminada con
enormes faros de luz amarilla que daban al tramo un aura especial. Pensaba que
desde la rueda la vista del pueblo sería maravillosa y decidí averiguarlo.
Llevaba una camiseta negra, mis jeans rotos y unos Converse blancos.
Llegar hasta el parque me tomó más tiempo de lo normal, pero cómo disfruté el
trayecto; cuántas caras lindas, cuanta alegría. La fila para montarse en la
rueda era enorme, pero no importaba, la vida era generosa y había que
disfrutársela. Al llegar, una melodía clavó en mi mente a la profe con la
velocidad y potencia de un rayo. En la tarde la había visto
bajar por las escaleras del hotel. Iba entretenida en un libro, con su cabello
mojado y un bolso de cuero colgado al hombro. Un suave aroma de rosas la
acompañaba.
―¿Me podrías prestar un lápiz, Carlos? ―me dijo.
―Sí. ―respondí sorprendido. Escuchar mi nombre de sus labios fue
brutal. Anotó algo en el libro y me devolvió el lápiz.
―Thank you. ―dijo. No supe qué responder, tenía la sensación
de haber sido ascendido a un estadio más alto en la vida.
Estaba pensándola cuando la noria paró y la vi descender. La acompañaba
Miguel, "su ratón". Por un segundo cruzamos la mirada, me reconoció y
guiñó un ojo. Yo quedé pasmado aunque la imposibilidad de tenerla no me
apocaba. Existía y nos cruzábamos muchas veces, en el colegio o en el hotel,
eso me hacía feliz.
La fiebre por la rueda de Chicago había terminado cuando subí. Los
turistas se habían retirado a la plaza donde se desarrollarían los eventos
principales del festival, así que no fuimos más de diez personas las que
montamos. A mí las alturas me producían temor, mis manos sudaban muchísimo y
apenas podía sujetarme de la baranda que nos sostenía.
Cuando la rueda alcanzaba el punto más alto, la vista era espectacular,
el pueblo parecía brillar con luz propia y a lo lejos, en la plaza principal,
las luces resplandecían más fuerte. La noria superaba al hotel en altura, desde
allí se podían divisar un sinfín de casas, entrar sin permiso a lugares a los
que nunca me invitarían. Lo primero que hice fue buscar la habitación donde la
profe se hospedaba. No fue difícil. Cuando logré avistarla, la rueda comenzó a
bajar hasta que el horizonte se volvió de mi tamaño. Hechizado esperé a que la
rueda me volviera a la cima. Cuando subía, la luz de su habitación se encendió.
Mi corazón comenzó a latir muy fuerte. Entre las cortinas abiertas de la pieza
vi entrar a la profe y su ratón. Reían y se besaban. Y la rueda comenzó a
bajar. Sudaba frío. ¿Qué hacían en la habitación?, ¿por qué me afectaba tanto
verlos juntos? Nuevamente la noria comenzaba a subir. La luz de su habitación
seguía encendida y la rueda, lenta, muy lenta, fue alcanzando la cumbre. Ella y
Miguel estaban fundidos en un abrazo, las manos de él la hurgaban hasta que
encontraron puerto en sus nalgas. La noria bajaba y mostraba pisos
inferiores donde no había vida. De pronto comenzó a girar muy despacio y un
fuerte golpe paró el movimiento. Quienes ya habían alcanzado el suelo
comenzaron a bajar y uno a uno les seguimos los pasos. —En qué mal momento
paran esta vaina —pensé. Hubiera dado hasta lo que no tenía para que la noria
siguiera girando conmigo como su único polizón y espiar así a mi gata que devoraba
a su presa.
Regresé a casa anonadado por el imprevisto espectáculo que la profe me
había ofrecido, envuelto en un mar de sensaciones nuevas. Fue una noche
turbulenta.
El siguiente día no lo fue menos, la seguí por todo el colegio. Y en
clase, cuando se acercó a mi asiento, y sujetando mi hombro pronunció: "Carlos
is all a man", sentí por vez primera lo que era el deseo. Mi
cuerpo entero era un volcán y mi rostro parecía bañado en lava.
La noche llegó y el roedor pasó por ella. Se saludaron de beso,
intercambiaron dos o tres palabras y salieron. El festival comenzaba y todo el
pueblo se dirigía a la plaza. Ellos no, subieron nuevamente a la rueda. Algunas
madres trepaban a sus niños en el carrusel o los carros chocones, pero la
noria, destinada a los adultos, estaba casi vacía. Eran las diez de la noche
cuando se bajaron. Los seguí para ver qué rumbo cogían. Cuando tomaron la calle
que da al hotel, eché a correr hacia la rueda. Llevaba novecientos pesos que
había tomado de la alcancía para así poder pagar tres viajes, con el propósito
de no perder detalle. La noria estaba aún en movimiento cuando llegué. La
canción que sonaba por los altoparlantes era hermosa; un hombre suplicaba a su
amor que fuera tan incondicional como él: "Yo no veo el futuro,
pero quiero tenerte aquí, conmigo, lo necesito así"… era como si
el pinchadiscos supiera lo que mi corazón sentía. La rueda aún giraba y mi alma
levitaba hasta la cima de la noria buscando a mi profe. Al fin la noria paró y
subí. Solo éramos cinco muchachos, el operario dijo que sería el último viaje
porque el festival había arrastrado toda la gente al parque. Le supliqué que no
se desanimara, que más gente vendría en cuestión de minutos. La rueda echó a
andar y mi corazón no cabía en el pecho. Subir, subir, subir… y las luces del
cuarto de la profe apagadas. Dura, muy dura la decepción. Descendía con un
grito ahogado en mi garganta.
Los juegos pirotécnicos comenzaban en la plaza y desde mi posición la
vista era increíble. Un cielo resplandeciente de luces polícromas iluminaba la
hermosa noche estrellada. El festival había comenzado oficialmente. Uno de los
destellos alumbró potentísima la azotea del hotel y pude distinguir a la profe
aferrada a Miguel, contemplando el espectáculo. Nuevamente mi corazón
desesperado, y la noria comenzó a bajar. Minutos después, el cielo se llenó de
humo, la pirotecnia había acabado y yo seguía en la rueda con el alma en la
mano. Ascendía lentamente, como una oruga sobre su hoja. —Debí haber ido a la
plaza. Qué cosa tan tonta es el amor —pensaba. Me sentía ridículo.
Comenzaba a bajar cuando la luz del cuarto se encendió. Ella arreglaba su
cabello frente al espejo, mientras Miguel la hurgaba entre su falda gitana.
Lento, muy lento el descenso. El hombre habría ido y vuelto a la luna mil veces
mientras la noria apenas comenzaba el ascenso. Temblaba, comenzaba a sentir un
frío intenso. Mi rostro debía tener el mismo tono pálido de la luna. Ahora el
ratón se entretenía en sus senos, mientras sus manos apretujaban fuerte sus
nalgas. Ella no ofrecía resistencia alguna, más bien ayudaba. Un fuerte ruido
anunció que la vuelta terminaba. —Mala suerte —pensé. Pero aún me quedaban
trescientos pesos.
—Es
todo por hoy, los esperamos mañana —dijo el operario.
—Aún
es temprano, yo tengo para dos vueltas —le dije suplicante.
—Los
gastas mañana.
—Debe
ser hoy, mañana me voy de viaje, por favor… ¡le pago quinientos!
—Está
bien. Diez minutos, ni uno más.
No
necesitaba más. El operario encendió la rueda y se perdió entre los juegos.
Algunas luces del parque comenzaron a apagarse y yo en la rueda, solo, como si
lo hubiese planeado. La vida me sonreía. La noria subía lenta, muy lenta. La
luz del cuarto aún seguía encendida. Mi gata ahora estaba de espaldas mientras
el ratón sacudía su cuerpo como si quisiera desarmarla. Ella apoyaba sus manos
sobre un tocador y soportaba las embestidas tanto como podía. El mueble parecía
que fuera a desbaratarse, pero la profe no, ofrecía sus nalgas como si quisiera
ser traspasada por completo. La noria descendía. Mi cuerpo era una caldera y la
cremallera del jean comenzaba a estorbarme. Deseaba salir corriendo de la
rueda, subir hasta la habitación del hotel y decirle al ratón que la profe
lucía espléndida desde la noria, invitarlo a mirarla, mientras yo continuaba
haciendo su faena.
Nuevamente volvía a la cima, presa de un escalofrío que tensionaba todo
mi cuerpo. Ahora la profe estaba de frente a mí, sentada sobre Miguel. Subía y
bajaba con fuerza y ritmo. A lo lejos, su rostro tenía un semblante que nunca
antes le había observado, era el placer que bullía por su cuerpo y le daba un
aspecto de niña asustada. Sus pechos al aire se veían enormes, majestuosos;
como dos soles poniéndose al ocaso, y en su boca había un gesto mezcla de dolor
y júbilo. Sus movimientos amplificaban el eco de sus gemidos que volaban por el
aire frío de la noche y martillaban mis oídos. Era mi gata que gritaba
extasiada, y yo, desde la rueda, no era ajeno a la lujuria que de los tres se
había apoderado. Mis manos supieron que hacer. El Big Bang debió ser una
explosión tan sublime como la mía. ¡Qué sensación tan mágica!, era como si mi
cuerpo se hubiera desintegrado en miles de partículas. Temblaba. Ahora conocía
los dulces placeres a los que un hombre tiene derecho con su mujer. Ellas eran
la mejor obra de la creación.
Y entonces, mientras la profe sin saberlo me convertía en hombre, un
apagón cortó el idilio de tajo. La noria apenas había comenzado a descender. La
oscuridad fue total. Debían ser las once de la noche. Decidí esperar a que el
operario me bajara, pero ¿cómo? Por el tiempo que había pasado dando vueltas
deduje que el tipo se había dormido, y ahora, sin luz, no habría ruido que lo
perturbara. Seguramente el apagón no durará mucho —pensé. El
frío era atroz. Decidí gritar.
—¡Auxilio… señor, bájeme por favor!
Nada, el silencio era absoluto.
—¡Ayuda, estoy atrapado en la rueda!
Era inútil, la noria estaba emplazada en el polideportivo y las casas
estaban retiradas del lugar. —Estúpida profe, usted tiene la culpa —maldecía.
Buscaba entretenerme pensando en todo lo que había vivido esa noche, pero el
frío comenzaba a entumecerme. Los nudillos de las manos me dolían y las
rodillas parecían terrones de hielo. El aire se me hacía pesado, la nariz y las
orejas comenzaban a rascarme. Lo último que hice fue sujetarme con la correa
desde uno de los ojales del pantalón al barandal del asiento para no caerme.
Así me quedé dormido.
Cuando desperté, estaba en el hospital. La rutina del maquinista, que
todos los días se levantaba a las cuatro de la mañana me había salvado. Duré
quince días internado en el hospital de la capital. A mi regreso, la noria
había sido desmontada y el operario arrestado. Luego de enterarme de que mis
notas habían sido un desastre y que, de seguir así, debería repetir séptimo
grado —cosa que la verdad me importó muy poco—, pregunté a mi madre por la
profe. Me contó que se había marchado hace dos días. Lo había hecho con Miguel.
Una oferta para trabajar como profesora en una universidad de la capital la
apartó para siempre de mi vista.
Cada verano, cuando visito Inti, si alguna ciudad de hierro coincide con
mi llegada, me gusta montar en la noria, aunque el panorama hace mucho dejó de
ser el mismo.
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