Bajo el cielo de Inti.
Como era mi costumbre, aquella tarde decidí salir del apartamento a pasear. Miré el reloj, faltaban quince para las seis. El sol terminaba su jornada ancestral y se esfumaba tras los cerros. Siempre me han gustado los crepúsculos, por su colorido; ese momento del día es la hora propicia para disfrutar de un paseo mientras contemplas el cielo teñido de tonos dorados y azules.
Lo hacía con Koya, mi fiel compañera de caminatas. A ambos nos reconfortaba pasear, nos relajaba. Durante nuestras salidas compartía con ella historias de mi vida: las dificultades para encontrar trabajo cuando nadie te reconoce, el secreto de la abuela para preparar una sopa de maíz, o la tranquila belleza empañada por la violencia circundante de Inti, nuestro pueblo. Koya me observaba con sus ojos leales y su cola enérgica, como si comprendiera cada palabra.
Recorríamos juntos el pasaje Yupanki. Mientras descendíamos por sus gradas asfaltadas le hablaba de cualquier tema, lo verdaderamente importante era la compañía. Durante el recorrido mi mente a menudo divagaba hacia Noelia, mi esposa. Solíamos disfrutar de nuestros paseos juntos. El Alzheimer la arrebató de mí demasiado pronto, llevándose consigo sus recuerdos y su esencia, dejando un vacío imposible de llenar. Ella soñaba con embellecer Inti, adornar cada casa, regar anturios a lo largo de las escaleras que conducen al bulevar, adoquinar las calles de entrada a la plaza y al templo, o sembrar jardines en los parques. Recordarla me hace reflexionar sobre los días en que cuidaba de un cuerpo que ella había abandonado hace tiempo.
Compartirle a Koya mi historia con Noelia se había convertido en una terapia que aliviaba mi alma. Le hablaba de los tiempos en que la avenida principal estaba adornada con ocobos que solían florecer durante el festival del viento que tanto le gustaba, de nuestras ideas para convertir a Inti en un destino turístico. Soñábamos con reconstruir el parque central y erigir un obelisco gigante en forma de clave de sol; transformar la calle principal en un pasaje adoquinado, o crear una plazoleta gastronómica junto al parque y la iglesia. A través de numerosas caminatas, llegamos a conocer y amar tanto a nuestro pueblo que lo sentíamos como el salón de nuestra propia casa.
Esa tarde, como tantas otras, salí con Koya a dar un paseo. El día era gris y amenazaba con llover. A Koya le encantaban los paseos bajo la lluvia, así que cruzamos el pueblo y recorrimos toda la avenida hasta llegar al puente de entrada a Inti. Todo era normal, aunque el atardecer lucía más oscuro de lo habitual. De repente una lluvia de gotas finas, como agujas, desató una tormenta infernal de la nada. Mientras subíamos por el sector de las minas, un vendaval de una furia inusitada se abalanzó sobre nosotros. El viento soplaba con tal fuerza que desprendía pequeñas rocas del cerro, mientras los árboles se mecían con violencia, a punto de caer. En un instante anocheció y el ruido del viento golpeando todo a su paso me obligó a buscar refugio. Cargué a Koya y esperé bajo un montallantas a que la tormenta pasara. La erosión hizo lo demás.
Al regresar al apartamento, noté una extraña sensación en el aire, una inquietud que no podía definir. Llegado al tercer piso, me detuve en seco. Mi vecina, que solía acariciar a Koya cuando barría el pasillo, no estaba; en su lugar, un hombre con cara de pocos amigos me observaba con desconfianza desde la puerta contigua.
—Buenas tardes —dije, tratando de ser cordial—. Somos los vecinos, vivimos aquí al lado.
El hombre frunció el ceño y negó con la cabeza. Una música estridente salía de su sala.
—Sentí que alguien pasó. —Respondió con voz suave, como si hablara para sí mismo.
Confundido decidí ignorar el comentario y continuar hacia mi puerta. Quise abrirla pero había perdido la llave. Toqué el timbre pero no funcionaba. Para mi sorpresa, una mujer desconocida apareció tras la puerta.
—¡Si es el muchacho de los pedidos dile que suba! —Gritó, con tono ofuscado.
—Este es mi apartamento. ¿Quién es usted? —Le dije, pero mi voz apenas fue un susurro. Ella me ignoró y cerró la puerta con fuerza.
—"¡Vivo aquí desde hace años!", grité, pero no obtuve respuesta.
Desconcertado insistí en que había un error. Había logrado vislumbrar a través de la puerta que todo estaba como lo había dejado. Intenté explicar mi situación, pero ella, ofuscada, había cerrado la puerta como quien no ve a nadie. Descendí al primer piso para hablar con mi vecina, tampoco la encontré allí.
—"Señor, usted y su perro ya no viven aquí", dijo alguien con un hilo de voz casi imperceptible y unos ojos melancólicos y perdidos.
La confusión y el pánico crecían dentro de mí. Decidí visitar a mi vecino quien había sido mi profesor de escuela, con la esperanza de que pudiera explicarme lo que sucedía. Sin embargo, en su lugar me recibió una mujer corpulenta de ojos azules y mejillas abultadas. Decidí entonces salir al parque, con la esperanza de encontrar algún conocido que pudiera ayudarme a entender lo que estaba ocurriendo. Pero a cada paso, cada cara era la de un desconocido. Nadie me reconocía, nadie quería siquiera escucharme.
Los días siguientes se convirtieron en un calvario. Intenté hablar con el cura, con la policía, con antiguos amigos, pero cada vez que tocaba a sus puertas, otras personas abrían y nadie quería escucharme. Era como si mi pasado hubiera sido borrado por algún tipo de decreto celestial. Koya y yo nos volvimos sombras en nuestro propio pueblo. Recordaba mucho a Noelia, sentía nostalgia al pensar que también ella debió sentirse angustiada y sola debido a su enfermedad, conviviendo con un extraño en su propia casa. Los días se volvieron tristes y opacos, como si el pueblo mismo estuviera sufriendo una amnesia colectiva.
Sin dinero, sin hogar y sin identidad, me vi obligado a vivir como un mendigo, sufriendo el desprecio de desconocidos. Vagaba por las calles, recordando los mismos eventos que otros mencionaban. Conocía cada rincón, cada historia de dolor y de gloria que alguna vez se escribió en estos callejones, pero para todos era un extraño.
Como si el tener memoria no fuera evidencia suficiente de mi existencia, decidí comprobar mi propia historia, así que una tarde me dirigí al cementerio para visitar la tumba de Noelia. Si encontraba su sepultura, significaría que mi pasado era real, que yo pertenecía a este lugar, que el pueblo que me hizo feliz y que hoy me rechaza es el mismo en el que Noelia vivió su vida junto a mí, junto a nosotros.
El pánico me paralizaba al llegar a la entrada. Encontrar su tumba sería la confirmación de mi identidad o la negación de mi cordura. El aroma de las celosías llenaba el aire con su característico olor a panteón. Con el corazón en un puño me acerqué a la sepultura de Noelia. Koya se aferraba a mis piernas, como si intuyera mi tormento, luego saltaba entre las tumbas con entusiasmo. Crucé la entrada al pabellón de osarios y me detuve frente al epitafio de mi esposa, "Amor infinito, luz de mis días, nos faltó tiempo para amarnos bajo esta hermosa tierra. Pronto nos encontraremos en la casa de nuestro padre amado para ser felices por siempre. Tu esposo hasta la eternidad, Emilio".
Entre lágrimas y sintiendo un nudo que apretaba fuerte mi ser, me arrodillé ante la tumba. Koya, con una sensibilidad que solo los animales parecen tener, se acurrucó a mi lado, ofreciendo su silencioso consuelo. Había confirmado que Noelia fue real, que nuestro amor había dejado una huella imborrable en este mundo y en mi corazón. No importaba que Inti me hubiera olvidado, yo no olvidaría. El pueblo era tan mío como yo de él, ¿por qué me desconocían?, ¿qué pecado cometí para ser un paria en mi propia tierra?, ¿dónde se fueron mis amigos de juventud, mis cómplices de aventuras, la gente que me quiso y la que no? Vencido por la amargura y la soledad, me quedé dormido esa noche a los pies de mi amada Noelia.
Los días pasaron y con la ayuda de Koya, comencé a reconstruir mi existencia. Aunque Inti me había borrado de su memoria, yo no podía permitirme hacer lo mismo. Empecé a escribir nuestras historias, las de Noelia y las mías, sobre las tumbas del cementerio. Cada palabra era un acto de rebelión contra el olvido, cada recuerdo una afirmación de mi existencia. Y así, en medio de la adversidad, encontré un propósito.
Koya y yo continuábamos caminando por los mismos lugares de siempre, ahora convertidos en extranjeros en nuestra propia tierra. La desesperación era mi compañera mientras intentaba encontrar alguna explicación o un destello de esperanza. Koya disfrutaba mucho de las visitas al cementerio y sucedió que la noche de la festividad de los santos difuntos, mientras el camposanto se llenaba de flores, serenatas y mensajes, en un estado de éxtasis total, Koya comenzó a saltar por todas las tumbas, recorriendo los callejones laberínticos y enigmáticos del lugar. Bajo la luz de una luna llena que daba un tono dorado a la majestad de la noche, atravesó de un brinco la tumba de mis padres y nunca más regresó.
Con el tiempo, gente de todas partes llegó a Inti en busca de fortuna. Atraída por el oro y la coca, se internaban en las montañas y regresaban después de un par de meses, una y otra vez. Poco a poco, Inti comenzó a cambiar; las casas viejas se convirtieron en edificios, surgieron numerosas tiendas de todo tipo, y los autos y motocicletas ocuparon el espacio que antes era privilegio de sus habitantes. El bullicio de una nueva vida transformó para siempre un pueblo que en otro tiempo fue sinónimo de fraternidad. La calma y la seguridad que algún día caracterizó a Inti nunca más volvió.
En cuanto a mí, cada día que pasa, siento que la realidad de mi nueva existencia se vuelve más opresiva y la esperanza de reencontrarme con mis seres queridos se desvanece como el sol tras los cerros al caer la tarde.
👏🏽👏🏽👏🏽👏🏽
ResponderEliminarMuy bonito y sí, Inti jamás volverá a ser como fue
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