Un agregado más.
Arrendas
un apartamento en un humilde vecindario al sur de la ciudad, las deudas te
quitan el sueño y el trabajo te consume vivo. Hace días que una pregunta ronda en
tu cabeza:¿Y todo esto para qué?
En casa,
luego de actuar como un padre ejemplar, cuando finalmente tienes un momento solo, piensas: "los niños no tienen la culpa". Caminas de un lado
a otro, confundido y te preguntas de dónde salió ese
pensamiento. ¿Qué clase de padre piensa que sus hijos podrían ser
culpables de algo?
Ahora has resuelto
entrar en la boutique, huele a
cuero y a perfume. Hay vitrinas cerradas con llave donde objetos pequeños, billeteras, monederos, parecen cachorros acurrucados bajo luces dicroicas. Te quedas
mirando los anaqueles y sientes, de pronto, un enorme desánimo, porque sabes
que, decidas lo que decidas, decidirás mal. Elegirás un bolso demasiado simple,
o demasiado oscuro, o demasiado grande, o demasiado chico, y cuando se lo des “¡feliz cumpleaños!”, tu
mujer lo evaluará con un gesto artificial, como si intentara ocultar el
desencanto con una actuación deliberadamente mala, y te dirá “Gracias, qué lindo. Es un
poco/grande/oscuro/simple… pero gracias”. Y después, un día cualquiera de la
semana, en medio de una de sus discusiones, ella te dirá algo como: “Qué día tan malo, en casa los niños me
volvieron loca, salí a recibir el boletín de la niña, ¡es un desastre! y para rematar, tu bolso no me combinaba con nada”. Y el bolso será un agregado
más en una infinita lista de decepciones y molestias.
Pensarás “antes las cosas no eran así”, y
recordarás los pequeños programas que no se planeaban porque no había con qué,
pero que resultaban un éxito rotundo. Como la vez que la llevaste al concierto
de su banda favorita, y como no tenías para la entrada, la colaste como parte
del personal del evento. Y en la madrugada, una vez afuera, ebrios y enamorados, comprendieron que eran decididamente
felices, se juraron que pasarían el resto de sus vidas juntos, y que formarían
un hogar.
Sonreirás
al pensar que eran felices de una forma ridícula. Si después de la cena le
decías; ¿Vamos a un bar?, ella te decía “¡Vamos!”, y se ponía sus jeans de
colores sin que importara si era martes, sábado o jueves. No
tenían auto y paseaban por las calles,
ajenos a las bregas del mundo moderno.
Le hablabas de cosas con las que siempre habías soñado: construir una casa en
la playa que abarcara el mar entero
desde sus ventanas; escribir un libro; irse de viaje. Si tú le decías: ¿Vamos de campamento?, ella respondía: ¡Claro!, y pasaban los
días lavándose la cara en un río, teniendo sexo en una tienda de campaña vieja
y congelada.
Mientras
fijas tu mirada en un bolso carmín de pliegues delgados y uniformes, pensarás
en tus hijos. tres, en cinco años. No estaban en sus planes, pero ella, y un leve estremecimiento recorrerá tu cuerpo, fluyó hacia esos embarazos con la majestad serena de un buque que entra
a un puerto: como si siempre se hubiera dirigido hacia allí. Y claro, la culpa
no es de los niños, pero evitaras preguntarte en qué momento la vida se convirtió en fines de semana en torno
a películas de Disney, hamburguesas, crispetas, cumpleaños de amiguitos; esa futilidad en la que ella parece cómodamente sumergida, como si fuera un cuento de hadas. ¿En qué momento todas las conversaciones se transformaron
en coloquios sobre el colegio, el esquema de vacunación, o manchas en el sofá? Sentirás
que te han llevado, sin saber cómo, hasta el medio de un desierto y que una
vez allí, te han dejado solo. Entonces caerás en cuenta de que hace tiempo esa llama interna que antes parecía
inagotable en ti, se ha convertido en una chispa que intenta prender el mechero que hay en tus hijos, y caerás en cuenta que el abatimiento te
hace desistir antes de proponer cualquier plan.
Luego, como si el ejercicio de ir de compras tuviese el mismo efecto del
segundo revelador antes de la muerte, recordarás la madrugada en que, regresando de una fiesta de pueblo, una de esas fiestas en las que la gente
deambula por el parque y ríe y baila, le preguntaste “¿Te
divertiste?” y ella te dijo “ya no”. Tu
percibiste en la frase un tono hostil, de ofuscación y rabia, y desde entonces,
cada vez que decías: “deberíamos salir
este fin de semana”, ella respondía: “no se”, y desistías de tu plan.
Con el tiempo
compraste un auto de segunda, uno que nunca te gustó, y aunque ya no volviste a
hablar de aquel viaje sin rumbo, ella empezó a comentar de sus amigas y sus
recorridos por la costa, y te mostraba folletos turísticos de cinco días y
cuatro noches en hoteles de cinco estrellas que no te podías permitir. Tu
seguías hablando de las cosas con las que siempre habías soñado: escribir un
libro, una vida tranquila en el mar, pero ahora ella te miraba con
conmiseración, como si todo eso que
alguna vez se dijeron, no hubiera sido otra cosa que un juego infantil (algo que
nadie podía haberse tomado en serio), y te pedía que, si tenías intenciones de
invitarla a bailar, le avisaras con un día de anticipación porque quería
organizarse (y alisarse el pelo).
Y ahora,
a punto de comprar un bolso que seguramente no cumplirá con ninguno de los
requisitos con los que un bolso tiene que cumplir, recuerdas el tiempo en
que tu y ella caminaban por la ciudad, bajo el ruido escandaloso de los autos
por la avenida, convencidos de que se dirigían, como dos proyectiles
brillantes, al corazón venturoso de un futuro feliz. Y comprenderás que a pesar
de todo, ella sigue siendo tu señora bonita, y
la odiarás un poco por eso.
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